La vida de un luchador y la muerte de un héroe, Manuel Arévalo

Manuel Arévalo Cáceres

Uno de los mas horrendos crímenes de la historia “no oficial” del Perú es el perpetrado con el líder Manuel Arévalo Cáceres. Horrendo por la forma cruel como fue ultimado y, además, lamentable, muy lamentable, por la valía nacional del personaje.

En nuestra Historia, solo se registra algo semejante con el caso del mártir José Olaya, el patriota también asesinado brutalmente. Con la diferencia que este lo fue por manos extranjeras y Arévalo, desgraciadamente, por manos peruanas. Ambos, en su momento, lucharon por la libertad. Olaya lo hizo contra el yugo español y Arévalo contra el yugo de las tiranías. Los dos resistieron heroicamente las torturas y dieron su vida por ver libres a su patria y a su pueblo.

Un interés político subalterno no ha permitido en el Perú difundir debidamente la personalidad de Arévalo, su vida, su lucha y su muerte. Estas paginas pretenden, modestamente, contribuir en algo al conocimiento del Mártir. Consideramos, como peruanos, útil y conveniente que las actuales y futuras generaciones conozcan una parte de la historia no escrita del Perú. Porque no se trata de enaltecer al líder de un partido político. Arévalo es, por encima de todo, un héroe civil del Perú. Es cierto que nos interesa su Partido, pero mas nos interesa la patria, nuestra patria. Arévalo pertenece al Perú, con prescindencia del partido político en el se formó.

Pero, ¿quién es y quién fue Manuel Arévalo? He aquí, suscintamente, la respuesta.

Santiago de Cao es una aldea poblada por labriegos, ubicada en el Valle de Chicama. Pertenece a la provincia de Trujillo, capital del departamento de La Libertad. Allí nació Manuel Jesús Arévalo Cáceres el 15 de octubre de 1903, producto de un hogar humilde. Sus padres, don Manuel Arévalo Holguín y doña Angelita Cáceres, eran gente ligada al campo. El niño Manuel era un tanto inquieto y andaba descalzo. Cuando llegó a los siete años de edad fue matriculado en una escuela fiscal, la única que existía en lugar cercano al que había nacido y que entonces dirigía don Pedro Zaldivar. Solo estudio tres años de la instrucción primaria, aunque hay quien afirma que fueron solo dos. Manuel veía los esfuerzos y sacrificios de sus padres por sostener el hogar. Se daba cuenta, pese a su corta edad, que tenia que trabajar para ayudar al mantenimiento de la familia. Por eso, a los diez años, comemos a trabajar en la Hacienda Chiquitoy donde su labor consistía en separar hierbas y hacer espacios a filo de machete. Esa labor la hizo hasta que cumplió trece años, tiempo en el cual demostró no solo voluntad de trabajo sino un marcado afán de superación. La gente mayor que le rodeaba apreciaba en el esas cualidades y por ello le guardaban gran consideración. Lo veían siempre con algo de lectura en sus manos y hacia muchas preguntas. Un día, a esa edad, consiguió que lo aceptaran en la hacienda Cartavio como ayudante en la elaboración del azúcar con un salario de 30 centavos diarios, cinco mas de lo que venia ganando. Aquí también daba señales de una gran preocupación por la lectura. Llamaba la atención porque se le veía interesado por los acontecimientos del país; era frecuente verlo leyendo periódicos, los que se procuraba a través de algún ingeniero de la hacienda. Libro que caía en sus manos, libro que devoraba. Los jefes reparaban en el y hacían comentarios.

Siempre atento a la forma de mejorar su situación, consiguió que la Hacienda Roma lo aceptara como trabajador en virtud del respaldo que le dio un tío suyo que se desempeñaba como mecánico en esa hacienda. Su salario mejoro. Andaba ya por los quince años. Impresionaba porque su tipo no era común. Mozo fuerte, de anchas espaldas y alta estatura, abultada cabeza, cutis blanco, ojos verdes, medio oblicuos, cabello castaño oscuro que lo peinaba hacia atrás. Sus amigos mas cercanos le llamaban “el gato Manuel” por el color de sus ojos y lo penetrante de ellos. Seguía devorando libros, periódicos y panfletos. Comenzó a nutrirse de las ideas anarquistas que ya se difundían entre los trabajadores. Mostraba preferencia por los escritos de Gonzáles Prada. En esas circunstancias conoce a Julio Raygada, un hombre de tez morena, de clara inteligencia y con visibles condiciones de líder sindical, principalmente entre los del vasto sector que trabajaba en las plantaciones azucareras. Un año después de su ingreso a la hacienda Roma fue despedido por sus actividades sindicales y porque se había rodeado de un precoz prestigio por las innatas condiciones de líder que demostraba, lo cual no gustaba a los patrones. Para entonces, (enero de 1920), paso a desempeñarse como ayudante de mecánico en la sección talleres de Casagrande, la empresa alemana de los Gildemeister, conocidos por las pocas consideraciones que guardaban a los campesinos y por los privilegios que los gobiernos de turno les otorgaban, como que eran un poderoso grupo de presión. En Casagrande, Arévalo redactaba manifiestos que los trabajadores leían con avidez, pero que preocupaban a los empresarios. A través de sus lecturas de diarios y revistas de Lima, de noticias y comentarios de viajeros, llego a conocer detalles de la lucha y conquista de la “Jornada de las Ocho Horas” de trabajo, en medio de lo cual el nombre de Haya de la Torre venia asociado. Para el no era un nombre nuevo. Lo había escuchado entre la gente de Trujillo. Sabia que se trataba de un estudiante e inquieto intelectual, paisano suyo. Se interesaba también por las noticias y la lectura de un hecho que conmovía al mundo: la Revolución Bolchevique Rusa. Trataba por muchos medios de conseguir folletos, libros e información de tan trascendente acontecimiento. Le interesaba su contenido social y la importancia que asumían las clases proletarias. No ocultaba sus simpatías y le gustaba compenetrarse cada vez mas cuando leía las palabras imperialismo y antiimperialismo. “Aquí hay un reflejo de esto”, dijo alguna vez.

Pero ni el trabajo ni sus inquietudes sociales le hacían olvidar sus deberes de hijo. Su madre, sumida en la pobreza, recibía periódicamente la contribución económica de Manuel. En esto mostraba también su concepto del deber y su sentimiento filial. Mostraba, además, el perfil de un muchacho diferente a los de su edad. Nunca se le vio en andanzas frívolas. Las noticias sobre la lucha por la “Jornada de las Ocho Horas” de trabajo lo habían impactado. Por eso, en 1920, cuando los trabajadores de Casa Grande se vieron inmersos en una sonada huelga, Arévalo participo como enlace del Comité que se había constituido para dirigir el movimiento huelguístico. Los empleados, obreros y campesinos de la hacienda plantearon un reclamo que se sustentaba en tres cuestiones básicas: aumento de salarios, mejores condiciones de trabajo e implantación de una jornada laboral no mayor de ocho horas.

Los integrantes del Comité, que ya habían observado el temple del muchacho, lo llamaron y le encargaron algo que otros habían rehusado: presentar personalmente, ante el Gerente de la hacienda, el pliego petitorio. El hecho tenia sus bemoles porque el tal Gerente era conocido por su carácter temperamental y el trato despótico que daba a los trabajadores. Era, en suma, un personaje de “poca entrada”, al que difícilmente se le podía enfrentar. Sin embargo, Arévalo, que conocía bien las características del patrón, no dudo en presentarse ante el y hacerle entrega del pliego de reclamos, previa una introducción verbal que no dejo de impresionar al Gerente, ya que este descubrió temple en el emisario y una fluida expresión oral. Los patrones comentaron que un hombre, un muchacho en realidad, con esas condiciones, era un peligro para la marcha de las actividades en la hacienda. Arévalo había obtenido mayores simpatías entre sus compañeros pero, al mismo tiempo, capto la aversión de los patrones. Se puso, entonces, en movimiento la influencia de la patronal no solo en Casagrande, sino en todo el valle. Decidieron que la policía aprese al “agitador”, lo que consiguieron después de un aparatoso despliegue. Pero ocurrió algo que había escapado a los cálculos del grupo de poder. Apenas la masa trabajadora se enteró de la prisión de Arévalo se declaró en huelga indefinida. Ahora ya no solo reclamaban la aceptación de sus reclamos contenidos en el pliego, sino, como cuestión primera, la libertad del detenido. El movimiento fue tan inusitado, y tan decidida la actitud de los trabajadores, que los dueños de la hacienda terminaron cediendo a los reclamos del pliego y devolviendo la libertad al cautivo.

Pero, si bien el compacto grupo de poder que mandaba en el valle había cedido esta vez a las demandas de sus trabajadores, no había cedido, empero, en su política de explotación y de taimada persecución de sus dirigentes. Utilizando artimañas y poniendo en movimiento todos los resortes de su poder, consiguieron, pocos meses después, que se aprese nuevamente a Arévalo, ahora juntamente con otros dirigentes. Fueron conducidos a Trujillo y días después puestos en libertad frente al temor de una nueva reacción de los trabajadores. En estas circunstancias Manuel había sido noticiado que existía el propósito de llevar adelante una acción represiva contra él y que cualquier brote de descontento o de violencia que se produjera en las haciendas del valle se le iba a atribuir para cohonestar una larga condena. Decide, entonces, darse una tregua táctica y con ese temperamento viaja a Lima permaneciendo unos días en la capital donde no se sentía muy cómodo y opta por trasladarse al Callao porque en el puerto tenia conocidos. Sin embargo fue breve su estancia allí, aprovechando el tiempo para elaborar planes, como consecuencia de los cuales determina, entre otras cosas, su retorno a Trujillo.

De nuevo en su tierra, pasó a las minas de Quiruvilca, lugar donde permaneció unos meses, decidiendo, finalmente, instalar en el barrio de la Unión de Trujillo un taller de mecánica con otros compañeros. Corrían ya los primeros meses del año 24. En octubre de dicho año, Manuel alcanzaría la edad ciudadana que en esa época era a los 21. Esta es una etapa que le permite al futuro mártir desarrollar una mas intensa actividad intelectual y sindical. A todos les producía Arévalo viva impresión por ,los conocimientos de que hacia gala. Tenia, además, un poder persuasivo que se sumaba a la simpatía que su estampa despertaba. No resultaba exagerado, en modo alguno, afirmar que quien lo trataba o lo oía se sentía frente a un hombre de condiciones realmente extraordinarias. Lo consideraban un fuera de serie. Autodidacta por excelencia. Sin duda esta era una de sus notables cualidades. Hablaba de Filosofía y de Historia. Analizaba con lógica y previsión el acontecer del Perú, de América Latina y del mundo. Había seguido muy cercanamente los episodios de la Primera Gran Guerra, los que relataba con conocimiento y los ponía como ejemplo cada vez que se trataba del tema y cuando era pertinente.

En ese entonces, Arévalo mantenía contacto permanente con los dirigentes obreros a quienes instruía sobre tácticas de lucha y de organización. Simultáneamente, frecuentaba las Universidades Populares; pertenecía al “Ateneo Popular” y alternaba con los intelectuales del afamado “Grupo Norte”, con algunos de cuyos miembros estrechó vínculos, principalmente con el filosofo y maestro Antenor Orrego, que era quien encabezaba tan prestigioso núcleo.

Orrego fue sin duda quien mas aquilato a Manuel en ese entonces. Descubrió muy pronto en él al arquetipo excepcional que era. Percy Murillo consigna en su Historia del APRA el siguiente párrafo de un artículo publicado por el maestro Orrego en el N° 313 de la revista Claridad de Buenos Aires, artículo que refleja la valía que el maestro dispensó a quien años después se convertiría en mártir de la democracia. “Hace quince años, más o menos, un joven obrero, un niño casi, de porte atlético y de perfil acusado y enérgico, incorporese dentro de una vasta asamblea popular para decirme unas cuantas palabras de salutación. Era Manuel Arévalo hablando a nombre del “Ateneo Popular” de Trujillo, que habíame invitado a pronunciar una conferencia esa noche sobre la significación histórica y revolucionaria del pensamiento de Manuel González Prada. En el resto de la noche no pude apartar ya mi mirada de los ojos magnéticos de ese mozo que parecía, mas bien que oír, beber, sorber mis palabras. De sus pupilas se derramaba sedienta de expresión, toda esa fiebre de justicia que encendió su vocación de martirio hasta la muerte. Así se selló nuestra amistad para lo futuro, y así, trabé conocimiento con una vida meteórica por la brevedad de su trayectoria y por el esplendor de su fulguración”.

Cuando Arévalo frecuentaba el Grupo Norte ya Haya de la Torre se había trasladado a Lima y Cesar Vallejo se encontraba en Europa. Pero alternaba con los que aun quedaban: el poeta Alcides Spelucín, Julio Espejo Asturrizaga, Julio Esquerre, Francisco Sandoval, por supuesto Antenor Orrego y otros. Con todo este selecto grupo, Arévalo se nutrió mas intelectualmente y cada día ampliaba su horizonte cultural. Pero no descuidaba su actividad sindical, ni sus afanes de índole social.

Un hecho importante protagoniza Arévalo en su vida intima cuando, con 23 años sobre si, contrae enlace con Edelmira Giman, su antigua novia. Con ella se sentía feliz, existiendo una identificación plena. Por eso, tiempo después, cuando una noche llega a su casa luego de la exposición que sobre Gonzáles Prada había hecho Orrego en el “Ateneo Popular”, le confió con gozo que había tenido una intervención publica ante selecto auditorio y que el orador, “un gran hombre”, le había expresado: “amigo Arévalo, usted vale mucho”. Desde entonces el orgulloso mecánico se sintió estrechamente ligado al maestro, de quien aprendió mucho y nunca mas se separó. Transcurridos los años, sobre todo después de muerto, Arévalo fue motivo de bellos y sentidos escritos de Orrego.

El tiempo continua su inexorable recorrido. Los vínculos de Arévalo con la gente del Grupo Norte eran aprovechados por él para profundizar su cultura. Su sentido de organizador y sus conocimientos sobre la materia eran puestos de manifiesto a cada paso. Sus condiciones de líder se hacían cada vez mas notorias y su prestigio entre los obreros se consolidaba cada vez más.

Por estos tiempos, habiendo ya pasado los festejos del primer centenario de la independencia nacional, el grupo de intelectuales y obreros que Antenor Orrego dirigía constituyo el “Centro de Estudiantes y Obreros” en el que participaban, entre otros, Manuel Barreto Risco (“Búfalo”), José Agustín Haya de la Torre (“Cucho”), Manuel Arévalo, etc. De este grupo se formo mas tarde la Célula germinal de las Universidades Populares “Gonzáles Prada” de Trujillo, y, años después, los Comités del Partido Aprista Peruano donde Arévalo fue inicialmente un militante y posteriormente un dirigente.

Llegamos a 1930. La caída de Leguía conmocionó al país. Claro, había gobernado con mano dura el Perú. Arévalo, el pueblo todo, habían sufrido en carne propia la política represiva de la dictadura y vivíamos ya bajo los efectos de la gran crisis económica mundial.

El 20 de setiembre de aquel año 30 se firma en Lima el Acta de fundación del Partido Aprista Peruano inspirado en los principios básicos de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), el movimiento continental que Víctor Raúl Haya de la Torre había fundado el 7 de mayo de 1924 en México. Por cierto Arévalo tenia ya conocimiento de ambos hechos. Con Orrego y otros había conversado mucho en Trujillo sobre el APRA, y a partir de la fundación del Partido comenzó su tarea de organización, trabajo en el que patentizo sus conocimientos y sus connaturales condiciones de dirigente.

Cuando el 12 de julio de 1931 llega al Perú Haya de la Torre, convertido en candidato presidencial, el país todo se vio sacudido con la noticia y con el verbo encendido del hijo peregrino que volvía a su patria después de ocho años de destierro, Arévalo, ganado definitivamente por las ideas avanzadas del Aprismo que Orrego, entre otros, se había encargado de divulgar, fue de los primeros en acercarse personalmente al líder recién llegado cuando éste volvió a Trujillo. Desde el primer momento Haya advirtió en él a un hombre dotado para el liderazgo.

La campaña electoral seguía su marcha. El tiempo era corto para tanto que había que hacer. Haya debía proseguir su gira pero antes de abandonar su tierra el jefe aprista designo a quienes deberían ser los candidatos al Parlamento por Trujillo. Al respecto, en su libro, “El año de la barbarie”, Guillermo Thorndike relata que los apristas trujillanos, en su mayoría, escogieron, entre los candidatos, al obrero Manuel Barreto Risco conocido por el apelativo de “Búfalo” debido a su visible fortaleza física. Fue entonces cuando Haya llamo a Barreto y le dijo que él, como Jefe del Partido, ejercía el derecho de tacha y que Manuel Arévalo, el otro dirigente obrero, iría en la lista de candidatos en su lugar. Haya justifico su actitud aduciendo que igualmente había tachado a su hermano Agustín por el hecho de ser tal. Además, Haya no ocultó que la designación a favor de Arévalo se fundaba en la mayor preparación de éste para un buen papel en el Congreso. Barreto acepto la decisión diciendo que él había hecho trabajos a favor de su candidatura porque desconocía las reglas disciplinarias del Partido y se manifestó conforme con la determinación de su jefe.

Fue por esos días cuando comenzaron a aparecer en los locales partidarios y en las reuniones que los apristas organizaban, pequeños carteles con las palabras FE, UNION, DISCIPLINA Y ACCION. Se trataba de un lema ideado por Arévalo que de inmediato prendió como una llama y desde entonces preside las grandes y pequeñas actuaciones de ese Partido como si fuera una voz de orden. Años después, en un gran acto publico, el líder Manuel Seoane hizo especial referencia al lema diciendo que “eran cuatro palabras mágicas extraídas del viejo tesoro del Aprismo”.

Entre tanto, Arévalo continuaba incansable su labor partidaria organizativa y proselitista. El día de las elecciones (11 de octubre de 1931) la lista de candidatos apristas por Trujillo obtuvo un abrumador triunfo siendo Arévalo uno de los vencedores.

En el Congreso Constituyente los 27 representantes apristas apenas tuvieron tiempo para intervenir en los debates, porque su presencia en el hemiciclo parlamentario fue muy breve –67 días- por el violento desafuero de que fueron víctimas por la tiranía de Sánchez Cerro. Sin embargo, el Diario de los Debates registra históricas polémicas en que destacaron Manuel Seoane, Luis Alberto Sánchez, Luis Heysen, Carlos Manuel Cox, Pedro E. Muñiz y otros. Los problemas y conflictos de orden sindical, o que tuvieran que ver con el sector obrero, no fueron abordados en el Congreso mientras estuvieron los apristas, lo que no permitió a Arévalo, a Arturo Sabroso Montoya y a Agustín Vallejos, los lideres obreros que el Aprismo había llevado al Parlamento, destacar en los debates. No obstante, en la sesión del 7 de enero de 1932, los representantes obreros del APRA, presentaron un proyecto de Ley que tenia por finalidad impedir la cesantía forzosa, disponiendo, al mismo tiempo, el establecimiento de salarios de conformidad con los principios de la justicia social. Fue a Arturo Sabroso a quien correspondió hacer la consiguiente fundamentación. Cabe señalar que era la primera vez en nuestra Historia que representantes obreros llegaban al Parlamento, lo que era mal visto por la oligarquía nacional que no concebía ni aceptaba que “simples obreros” pudieran tener una curul en el congreso.

Antes de que Arévalo fuera elegido Diputado Constituyente, o sea cuando gobernaba la Junta que presidía Sánchez Cerro, se produjeron las masacres en las minas de Oyolo y Malpaso. Ambos hechos dejaron muchos muertos como consecuencia de las balas que el tirano mando disparar contra los mineros y campesinos. Ello produjo la indignación de Arévalo quien organizo manifestaciones de protesta entre los trabajadores cañeros, dando lugar a que las autoridades del gobierno lo pusieran, una vez mas, en su mira.

Después, estando ya elegido como Diputado, el 5 de diciembre de 1931, se produjo la rebelión de los campesinos de Paiján contra los gamonales de la zona, lo que origino una nueva masacre por parte de la gendarmería que obedecía al gobierno y que estaba al mando del teniente A. Villanueva, conocido por su incondicionalidad a Sánchez Cerro. La soldadesca invadió con violencia la población, violó mujeres, conocidas por su fervor aprista, y cayeron muertos no menos de doce campesinos, la mayoría gente de edad madura. Arévalo se apersono al escenario de los hechos y en alta voz exigió a los gendarmes poner fin al derramamiento de sangre.

Los abusos y la matanza de Paiján se produjeron cuando en todo el país prevalecía una política de abierta represión. La tiranía de Sánchez Cerro, quien ya había asumido el mando como presidente “Constitucional”, actuaba violentamente. No permitía manifestaciones publicas, clausuraba locales, apresaba ciudadanos, allanaba domicilios. Se cerro el comedor popular sostenido y administrado por los apristas. En suma, predominaba un ambiente de terror.

A todo lo anterior se añade la conmoción general que produjo la muerte del ex Presidente Leguía debido a que era consenso de que mas que una muerte natural se trataba de un asesinato ya que se le negó la oportuna atención medica que su grave estado de salud requería. El ambiente publico se había enturbiado más.

Todo lo anterior, ocurría en el mes de febrero de 1932. El domingo 14 la tiranía inicio su acción directa contra los parlamentarios del Aprismo. La inmunidad que la Constitución les otorgaba era convertida en cera y pabilo. Esa noche fueron allanados los domicilios de los Diputados Arturo Sabroso y Agustín Vallejos a quienes se les extrajo por la fuerza y luego llevados en condición de detenidos. El miércoles 17 el recinto del Congreso, en plena sesión, fue invadido por piquetes policiales al mando del Comandante Ricardo Guzmán Marquina con ordenes de extraer, a como diera lugar, a los demás representantes apristas. Arévalo había sido apresado el día anterior. Guzmán Marquina obedecía, a su vez, al Prefecto Julio Chávez Cabello quien había sido nombrado en el cargo la tarde de ese mismo día. Comprendiendo lo que les esperaba, el Diputado Manuel Pérez León, integrante de la Célula Parlamentaria Aprista y el único poseedor de recursos económicos, proporciono a sus compañeros la suma de “veinte libras” (doscientos soles de entonces) a cada uno para que pudieran afrontar la contingencia.

A las dos de la madrugada, los diputados apristas fueron, en efecto, extraídos del hemiciclo parlamentario y llevados al Callao donde todo estaba preparado para embarcarles rumbo al destierro, en el “Rímac”, un buque de la Armada Peruana. Pero cuando el barco se encontraba frente a Puerto Pizarro, Arévalo y sus compañeros fueron transbordados al “Santa Maria”, perteneciente a la Grace Company. Aquí se encontraron con otros representantes de su Partido, que igualmente habían sido apresados y puestos rumbo al exilio. Estaban: Manuel Seoane, Pedro Muñiz, Alcides Spelucin, Héctor Morey y algunos más. La travesía, que duró varios días, los sorprendió cuando se despunto el 22 de febrero. Era el día onomástico de Haya de la Torre. Cantaron la Marsellesa y unidos en un fraterno grupo se abrazaron.

La nave proseguía su rumbo. Cuando llegaron a Buenaventura, los desterrados decidieron marchar, unos a Panamá y otros quedarse en Colombia. Entre los primeros estaba Arévalo. Como los centavos escaseaban en sus bolsillos, él y su grupo deciden instalarse en una pensión muy económica. En la pensión los atendía, además de la dueña, una moza atractiva que no sabia disimular su simpatía por Arévalo en quien ponía especial esmero para atenderlo con los platos mejor servidos. Desde el primer momento, los desterrados comenzaron a buscar trabajo. Se defendían como podían. Arévalo, al mismo tiempo, leía con avidez de todo, principalmente textos de economía política. En sus andanzas por conseguir trabajo logro uno como mecánico en la Zona del Canal. Paralelamente leía, leía incansablemente. Pero en él lo añoranza por la patria, por la lucha, por su pueblo era permanente y dominaba su mayor atención. Por esos días, los desterrados recibieron la noticia que Haya de la Torre había sido hecho prisionero. No escapaba a ellos que la vida de su Jefe corría mas peligro que nunca, pues en Lima se hablaba de un movimiento revolucionario que, de producirse, se le iba a responsabilizar a Víctor Raúl y el gobierno no dudaría en eliminarlo. Esta idea preocupaba a los apristas establecidos en Panamá. Decidieron,, entonces, que Arévalo y Américo Pérez Treviño, otro de los exiliados, viajarían al puerto de Colon con miras a que se embarcaran rumbo a Guayaquil para luego tentar su ingreso clandestino al Perú. En Colon, ambos contactaron con los hermanos Ferreira, peruanos y apristas, quienes poseían una cantina en el puerto que era frecuentada por los comisionados pues ello les permitía alternar con gente de toda clase y de ahí podía salir el proyectado viaje a Guayaquil. Después de algunas semanas consiguieron su propósito y, cuando menos lo pensaron, se encontraron en el ,primer puerto ecuatoriano. Apenas llegados a Guayaquil pasaron a vivir a la llamada “Casa de los apristas” en la que moraban los desterrados Carlos E. Godoy, Cesar Pardo Acosta, Juan Mac Donald, Pedro Muñiz, Fernando Rosay, a cuyo cargo estaba la casa, y otros. Aún cuando ni Mac Donald ni Rosay, eran parlamentarios, eran si desterrados. Se encontraba por entonces allí el poeta mexicano Gilberto Owen quien se definía como el “Cónsul de los Apristas en Guayaquil” y que en virtud de ese auto-otorgado cargo, brindaba a los proscritos toda clase de ayuda; él los recibía en tierra ecuatoriana y los juntaba.

El mes de julio de aquel año 32 los encontró en el vecino país. Allí recibieron la noticia del estallido de la Revolución de Trujillo, que los conmocionó profundamente. Arévalo se cogía la cabeza y su mayor lamento era no estar en el teatro de los hechos. Decide, entonces, acelerar su viaje al Perú. Su propósito era ingresar a la mayor brevedad clandestinamente por Tumbes. Sin embargo, tenia primero que conseguir dinero y vencer varios obstáculos.

En las primeras semanas de 1933, cuando la persecución del sancherrismo contra los miembros del Partido Aprista había cobrado mayor ferocidad, Arévalo recibió la orden del Comando Aprista de retornar al Perú. El hecho no cogió de sorpresa al desterrado porque como hemos visto, él ya se encontraba en plenos preparativos para hacerlo. El Ingeniero Pedro E. Muñiz, también Constituyente desterrado, que, como ya lo hemos anotado, se encontraba asimismo en Ecuador, recibió igual orden. Ambos coordinaron acciones y, en efecto, realizaron un largo viaje por tierra logrando trasponer la frontera con el mayor sigilo, tomando todas las precauciones para pasar inadvertidos. Mientras Muñiz siguió viaje hasta Lima, Arévalo se quedo en Trujillo.

No bien llego a su tierra natal, Manuel se pudo en contacto con el Comando Aprista. Recibió la orden de encargarse de la organización clandestina de su Partido en el Norte. Algo mas. Se le confirió el cargo de Secretario Nacional del Interior del Comité Ejecutivo, el mismo que desempeñó hasta el mes de Agosto cuando ya el general Benavides se hallaba en el gobierno y había decretado la amnistía general. En estas circunstancias, Arévalo, ahora por disposición de Haya, ya libre, asume la Secretaria General Regional del Norte, con poderes extraordinarios, la que desempeñaría hasta su muerte en febrero de 1937.

En el ejercicio del nuevo cargo, Arévalo puso una vez mas de manifiesto su capacidad organizativa y sus condiciones de líder. Todo ello, unido al valor personal que demostraba, le ganaron el respeto y la admiración general. Su autoridad era indiscutible. Pero, al mismo tiempo, se convirtió en el mayor centro de atención del gobierno, después de Haya, y su búsqueda por la soplonería se acrecentó. Esto acaecía, lógicamente, antes de producirse la amnistía decretada por Benavides, a la que líneas arriba se ha hecho referencia, y luego de que la tiranía había tomado conocimiento de su presencia en el país.

Para que se tenga una idea de cómo Haya de la Torre valoraba a Arévalo, señalaremos que en cierta ocasión, cuando el Jefe del Aprismo estuvo a punto de perder la vida en un atentado preparado por el gobierno, y previendo que algo semejante podía ocurrir de nuevo, Haya pensó, en tales circunstancias, que era necesario y conveniente designar al hombre que lo sucediera en la dirección del Partido. Su pensamiento se fijó para ello en Manuel Arévalo. Esta es una versión que he escuchado a muchos dirigentes, principalmente a Nicanor Mujica, dirigentes que lo fueron entonces y que siguieron por muchos años. Algunos viven aún. Pero, como si esto fuera poco, Luis Alberto Sánchez lo revela en su “Testimonio Personal” (Tomo II, Pág. 550).

La intensa actividad clandestina que Arévalo realizaba como la máxima autoridad partidaria en el Norte, era conocida plenamente por Haya en Lima desde los diversos escondrijos donde moraba por indefinidas temporadas. Arévalo, por su parte, estaba siempre al tanto de los refugios y con la relativa frecuencia que la vida clandestina le permitía, enviaba a su Jefe informes sobre las actividades que él y sus compañeros llevaban a cabo. Esto acontecía cuando la persecución del gobierno contra los apristas habíase reiniciado en noviembre de 1934, pues Benavides al cambiar su gabinete ministerial con José de La Riva Agüero a la cabeza, dio por terminada la “vacación democrática” que subsistió a duras penas un poco mas de un año.

La vida oculta y azarosa que nuestro personaje llevaba no lo hacia olvidar sus obligaciones de padre y esposo. Se daba maña para, periódicamente, en horas de la madrugada, visitar a sus hijos Víctor Manuel y Ángela, y a Edelmira, su resignada y amorosa esposa. En estas visitas se revelaba el hombre tierno. Prodigaba a los tres sus mimos, les decía palabras de aliento y explicaba a los menores que su trabajo, desgraciadamente, no le permitía compartir con ellos mas tiempo en el hogar. La inocencia de los niños daba por aceptada la explicación y abrazaban, junto con Edelmira, fuertemente a Manuel al momento de la despedida. Por cierto, la esposa quedaba siempre con la duda de si volvería a ver a su marido. La vida para ella, en esas condiciones, era muy difícil pero jamás tuvo una palabra de desaliento ni de reclamo.

Así transcurría la existencia de Arévalo. El “Benavidato”, como se le conocía a la tiranía del general Benavides, se sentía cada vez mas impaciente con la actividad de Arévalo, quien era hombre temido porque se le sabia en capacidad de ordenar paros y protestas en el importante valle azucarero.

En 1936, cuando la candidatura de Haya fue lanzada para las elecciones presidenciales de ese año, Arévalo movilizo todo el norte en su respaldo; él manejaba numerosos grupos de hombres, jóvenes y viejos, incluidas mujeres, que recibían de sus manos manifiestos y volantes para su distribución. La gente los devoraba en secreto y los hacia circular de mano en mano con todos los riesgos que ello implicaba. Pero eso no era todo. Arévalo dictaba clandestinamente conferencias y agitaba conciencias. Sus auditorios estaban generalmente conformados por obreros y estudiantes, en su mayor parte. El gobierno sabía todo esto pero se sentía impotente para capturar al líder. Cada autoridad política o policial que era enviada a Trujillo, llevaba, como cuestión primera, la consigna de capturarlo. Le tendían celadas, pagaban a delatores, estrechaban cercos, pero Arévalo se les escapaba de las manos. La organización que él había creado y dirigía funcionaba como una maquinaria con todas sus piezas y bien aceitada.

Hasta que un día, día aciago que tanto se temía, llegó.

La noche del 2 de febrero de 1937, rodeando al líder, se encontraba un grupo reducido de militantes apristas en la “base” clandestina de la Alameda de Mansiche de la ciudad de Trujillo, una de las mas activas en los años duros de la persecución desatada por el gobierno de Benavides. La puerta principal de la casa era cerrada permanentemente para dar la impresión de que estaba desocupada, en tanto que la otra, la de la parte posterior, en el Paseo Muñiz, era la que se utilizaba para el ingreso de las personas que se reunían con Arévalo en horas de la noche y en el mayor secreto. Pocos eran los que tenían conocimiento de esta “base”. Quienes mas concurrían eran Antenor Orrego, Hernán Boggio Allende, José Alberto Tejada, Luis Cáceres Aguilar y algunos dirigentes del valle y de otras ciudades del norte. De esta base salían las directivas que impartía Arévalo.

Por aquellos días, el Coronel Armando Sologuren, Prefecto del Departamento, había multiplicado sus esfuerzos para conseguir la captura, vivo o muerto, del activo líder trujillano. La noche en mención, a la hora de la cena, Arévalo advierte a sus compañeros sobre el extremo cuidado que debían tener con las “bases”, pues habían llegado nuevas brigadas de soplones a la ciudad. Con ese afecto fraternal que le caracterizaba, Manuel se intereso, esa noche, como solía hacerlo en otras oportunidades, por los problemas personales de sus compañeros. En determinado momento, se levanta de la mesa y les dirige hermosas palabras de aliento para seguir en la lucha. “Tengan siempre presente que el secreto de nuestra fuerza radica en nuestra fe y en nuestro espíritu de sacrificio, en nuestra organización y en nuestra disciplina. Cada semana debemos decirnos nosotros mismos: lo que hice ayer es poco, hoy debo superarme. Solo así salvaremos al Perú, compañeros”. Luego de esta exhortación y después de comentar sucesos recientes, el recio líder se entrega al trabajo pues esa noche tenia que preparar una nueva edición de “Chan Chan”, el bravo periódico de la clandestinidad. Nada hacia presagiar a Arévalo y a sus leales compañeros lo que en esos momentos sucedía en la calle.

El Prefecto Sologuren, con un inusitado despliegue de fuerza, rodeaba la manzana de la famosa “base”. El lado sur se encontraba guardado por soldados del Batallón 19; la Guardia Civil cuidaba el frente y miembros de la Guardia Republicana las laterales. Soplones e individuos uniformados escalaban las casas vecinas y se parapetaban estratégicamente. En el interior los apristas sintieron los pasos de los “soplones” que corrían sigilosos por los techos. Al instante los apristas se dieron cuenta de la situación en que se encontraban. Como pudieron, trataron de tomar las medidas defensivas que el caso demandaba. En esos momentos, fuertes golpes de los agentes policiales se sintieron en la puerta. Como nadie los abría, rompieron violentamente la puerta e ingresaron a un pasadizo. Aquí se encontraron con otra puerta que les impedía el paso. La derribaron también. Los apristas quedaban protegidos tan solo por una mampara. Raúl López Obando, uno de los acompañantes de Arévalo, exige a este entrar al escondite secreto que ex profeso existía en la “base”. Arévalo así lo hace mientras López Obando corre hacia la mampara para obstaculizar y demorar el ingreso de Sologuren y su gente y así dar tiempo a Arévalo para que se oculte convenientemente. Los soplones presionan violentamente la mampara, caen los vidrios hechos pedazos y se encuentran con López Obando y con Miguel Holguín, quien lo acompañaba.

  • ¿Qué quieren?, pregunto López Obando.

  • ¿Por qué no ha abierto la puerta?, fue la respuesta del Prefecto.

  • Creí que se trataba de ladrones, respondió López.

Mientras se desarrollaba el dialogo, los guardias apuntaban con sus armas a López Obando. Un Cabo de la Guardia Civil, corpulento, con la cara picada de viruelas, lo amenazaba con un mosquetón. A su lado el Cabo Casanova y otros guardias formaban un frente cerrado cuyas espaldas eran cuidadas por varios soplones. Todos ellos denotaban temor e incertidumbre. Cuando le preguntaron a López Obando por su nombre, dudo un poco y respondió: “Santiago Castillo”. No tenia nombre de batalla y dio el primero que se le ocurrió. Siguió el interrogatorio de Sologuren:

  • ¿De donde es usted?

  • De Santiago de Chuco.

  • ¿Qué hace aquí?

  • Aquí vivo.

López Obando pensó, mientras lo interrogaban, que Arévalo había tenido tiempo para ocultarse en el “escondite secreto” cerrando la puerta y asegurándola por dentro. Pero en Sologuren crecía la sospecha de que había mas gente en el interior del inmueble pese a que López Obando y Holguín le aseguraban que únicamente ellos se encontraban allí. El Prefecto ordeno a sus hombres hacer un minucioso registro en la casa. Los guardias iniciaron el “registro” abriendo los cajones de las cómodas e introduciéndose en sus bolsillos cuanta cosa de valor encontraban. En realidad, se trataba de un asalto y robo cometido por quienes tenían la obligación de proteger a los ciudadanos y su patrimonio. Concluido el “registro”, Sologuren dio la orden para que los dos apristas, es decir, López y Holguín (los otros habían conseguido fugar ayudados por las sombras de la noche), fueran llevados al local de la Guardia Republicana. Allí, un Cabo les tomo sus datos personales. Los soplones, al acecho, esperaban que sus presas terminaran con ese tramite. Enseguida los tomaron del brazo y los condujeron al canchón, colocándolos frente a un armazón de palos de los que pendían unas sogas. Recibieron luego la orden de desvestirse, al tiempo que los soplones cogían un costal y lo mojaban. Envolvieron con él a Holguín, le cruzaron hacia atrás los brazos, lo amarraron y lo hicieron subir a un cajón que fue retirado después de haber templado la soga. Su cuerpo quedo colgado, sujeto de sus brazos. Quien dirigía estas acciones era el Sub Prefecto Parra del Riego. A la vez que interrogaba a Holguín, le propinaban golpes de puño y lo instaban a responder. Querían saber el paradero de Arévalo y detalles sobre sus actividades. Pero quedaban sorprendidos por el valor de su víctima. Sus respuestas eran “no lo se”. A ratos daba quejidos de dolor.

Mientras Holguín era torturado, en presencia de su compañero López Obando, los soplones le formulaban preguntas a éste. Querían saber quienes eran los que estuvieron con ellos en la “base” y el lugar a donde se habían ido. Para obtener la información lo amenazaban con hacerle lo mismo que a su compañero. Pese a las torturas, Holguín no soltó prenda. López Obando, tampoco. Por cierto, éste fue también sometido a los mismos tormentos.

Las horas habían corrido y el reloj de la Catedral se dejo escuchar anunciando que eran las seis de la mañana. Los dos compañeros fueron conducidos a una celda. Estaban maltrechos y adoloridos. El Sub-Prefecto y sus soplones se sintieron frustrados al no obtener lo que ansiaban pero al mismo tiempo se mostraban asombrados del valor de esos hombres. López y Holguín, pese a todo, se sentían reconfortados porque asumían que “el gordo”, apelativo cariñoso con que se referían a Arévalo, se había salvado del trance.

Los días seguían corriendo.

Una mañana ambos prisioneros percibieron ciertos movimientos en la guardia y oyeron una voz que decía: “a la celda, junto a los otros”. Se referían a Luis Cáceres Aguilar, el “Silencioso”, otro valeroso aprista, quien había caído preso momentos antes. Cáceres, que estaba entregado con coraje a la lucha clandestina, trabajaba muy cerca de Arévalo con quien, además, estaba unido por un lazo familiar. Sin embargo, la noticia de su captura, no era lo peor. Junto con Cáceres Aguilar había caído también Manuel Arévalo, quien salió de su escondite creyendo que la policía ya se había marchado. Un guardia que demostraba simpatía por los detenidos les hizo saber, con las reservas del caso, que Manuel, a quien el Prefecto Sologuren había mantenido preso en otro ambiente del Cuartel, había sido trasladado a la Prefectura. De aquí lo sacaban en las noches y conducido que era a Chan Chan lo sometían a crueles torturas porque no lograban arrancarle declaración alguna. Quería Sologuren que Manuel le dijera donde se escondía Haya, quienes, dirigían el Partido, los planes que tenían, quienes financiaban “La Tribuna” que se editaba clandestinamente en Lima, etc., etc. El siniestro Prefecto ordenaba y presenciaba los bárbaros suplicios. Por momentos él mismo era quien le propinaba los golpes. Se indignaba porque Arévalo no hablaba y cuando lo hacia era para lanzar en el rostro de sus verdugos palabras como ¡cobardes!, ¡miserables! Pero los verdugos no se detenían ante nada. Calentaron al fuego un fierro y le quemaban al cuerpo, casi desnudo. Con las puntas de las bayonetas se le punzaba la piel. Se hacían simulacros de fusilamiento, llevándolos, cada noche, a las ruinas de Chan Chan con ese protervo fin de simulación, en vano intento de atemorizarlo para arrebatarle declaraciones. No lo conseguían. Optaron, entonces, por someterlo a un acto de salvajismo sin nombre. Le cogieron los dedos de las manos y los introdujeron entre los goznes de una puerta. Cerraban ésta con fuerza, destrozándole las falanges. Quedaba, entonces, el prisionero prácticamente sin dedos, azotados, golpeado y, en realidad, casi desfalleciente. Pero todo fue inútil. Se dieron por vencidos y en Lima, el Ministro de Gobierno, que seguía atento los hechos, tuvo la idea que en Trujillo podía producirse una reacción popular al trascender lo que estaba ocurriendo con el líder. Por eso se esforzaban en mantener en secreto su prisión y las torturas de que era objeto. Ordenaron, entonces, trasladar sigilosamente a Arévalo a Lima, de noche y por tierra.

Enviados de la capital habían llegado a Trujillo tres sujetos con la orden de llevar a Arévalo a Lima. Se trataba de tres hampones drogadictos, escogidos en los bajos fondos, que aparecían como miembros de la tenebrosa “Brigada Política”. Sus nombres: Luis Saldarriaga, Ricardo Polo y Enrique Espantoso. Este ultimo fue quien, con otros, el 22 de agosto del año 39 asaltó la casa d la familia Paroni, en Barranco, para detener a Haya de la Torre quien se encontraba refugiado en ella. Aunque no lo consiguieron, pues Haya logró fugar protegido por Jorge Idiaquez, el tal Espantoso, ganado por la furia ante el fracaso de su intención, trato de matar a los perros de la familia en el jardín de la casa, siendo su propósito frustrado porque “Volga”, uno de los canes, se le abalanzó, le destrozó el pantalón y el soplón salió disparado. Luego, frente a sus jefes, explicó: “no pude matar a ninguno, son unas fieras”.

Pero volvamos a Arévalo. Días después del martirio a que fue sometido y cumpliendo ordenes emanadas de Palacio, fue entregado a manos de los tres esbirros.

Al respecto, en su Historia del APRA, Percy Murillo reproduce una importante crónica del escritor ancashino Ernesto Reyna de la cual extraemos un resumen. Relata Reyna que en febrero de 1937, cuando Arévalo fue inmolado, no existía, entre Trujillo y Lima, una carretera asfaltada y que los pocos carros que se aventuraban a viajar lo hacían por una trocha abierta durante el gobierno de Leguis. Por ese camino fue conducido Arévalo. Ernesto Reyna ejercía en ese entonces la Secretaria General del Comité Aprista de Huarmey. En uso de las atribuciones que el cargo que ejercía clandestinamente le confería, dispuso que los integrantes de la Secretaria de Disciplina de su Comité se avocaran a una minuciosa averiguación del barbado crimen.

Efectuada que fue la investigación se llego a establecer que a horas 6 pm. del día 14 del indicado mes y año llego a Huarmey, procedente de Trujillo, un automóvil de color oscuro cuyo timón estaba a cargo de un individuo que trataba de ocultar su rostro con un sombrero de ancha ala. Daba la impresión de que no quería ser reconocido. Los otros dos tenían caras patibularias y miradas desafiantes. No mostraban ningún empacho en reconocerse como soplones. El preso que llevaban lucia un desgarrado overol de color amarillo y una toalla con manchas de sangre, que le rodeaba el cuello. Como el vehículo en que viajaban daba señales de algún desperfecto se vieron obligados a pernoctar en la Comisaría del pueblo. Los soplones abandonaron por un momento el local policial aparentemente para buscar solución al desperfecto del carro, de lo que aprovechó un compasivo guardia para cruzar palabras con el detenido. El agente policial, dando muestras de buena disposición, informó después que el detenido se encontraba esposado y con grilletes. Confirmo que su nombre era Manuel Arévalo, que había sido cruelmente torturado en Trujillo y que presentía que iba a ser ultimado en el camino. En la Comisaría, Arévalo consiguió beber un poco de agua y vencido por el agotamiento físico en que se encontraba se quedo dormido por algunas horas. Al día siguiente, muy temprano, los soplones observan, frente al puesto policial, un grupo de gente curiosa que trataba de indagar qué pasaba, porque resultaba insólito en ese pueblo el movimiento policial que veían. Parece que la presencia de esa gente puso nerviosos a los agentes que optaron por quitarle al prisionero los grillos y, acto seguido, le ofrecieron una palangana de agua para su aseo, la misma que Arévalo apenas pudo utilizar por el estado calamitoso en que se encontraba. Sus ojos escrutadores contemplan el grupo de curiosos. No vio ningún rostro conocido pero logró levantar su herida izquierda en señal de saludo. Instantes después en la Comisaría le ofrecen una taza de café y un huevo pasado por agua hervida. Minutos mas tarde se aprestan a continuar el viaje.

(El periodista Cesar Lévano, conocido por su antiaprismo, en una crónica escrita sin acidez, refiere que Arévalo, a poco de salir de Trujillo, se cruzo en el camino con Roberto Valdivia, su pariente, a quien le gritó; “Avisa a Mila que me llevan a Lima”, y le enseña las manos esposadas).

De Huarmey partieron, después del desayuno, tomando dirección al sur. Avanzan hasta llegar al punto denominado Colorado Chico, gran pampa cercana al mar, entre Huarmey y Pativilca. En ese lugar detienen el vehículo. Bajan con el pretexto de miccionar e invitan a Arévalo a dejar el carro para lo mismo. Prudentemente y con gran esfuerzo, el ex Constituyente se aleja unos pasos, instante en que los criminales aprovechan para dispararle mortalmente por la espalda. En las convulsiones de la muerte logra hacer unos trazos con la mano sobre la tierra. (Hasta aquí el resumen de la versión de Reyna). Luis Saldarriaga, Ricardo Polo y Enrique Espantoso habían cumplido su macabra misión.

Así, la tiranía de turno segó una vida valiosa para el país. Cuando se escriba sin prejuicios la verdadera Historia del Perú, algunas de sus paginas tendrán que relatar a las nuevas generaciones la biografía ejemplar de un hombre que dio su vida por la libertad y la democracia. Queda, como siempreviva, su lema de FE, UNION, DISCIPLINA Y ACCION. Palabras que pueden interpretarse como FE en su causa, UNION en la fraternidad, DISCIPLINA en la conducta y ACCION en el trabajo.

Párrafos aparte amerita una respuesta a la siguiente pregunta: ¿Quién delató a Arévalo cuando fue capturado?, ¿Cómo supo el Prefecto Sologuren el lugar donde se encontraba el líder?

Al respecto, he conversado con varias personas que por diversas razones estuvieron en condiciones de saber lo realmente acontecido. José Alberto Tejada, Alfredo Tello, Víctor Nureña, Víctor Augusto Silva Solís y algún otro que no recuerdo me aseguraron que todos los indicios señalaban al delator: Salomón Arancibia. La ubicación de los nombrados en la organización clandestina del Aprismo, la permanente actividad conspirativa en que se encontraban, les permitió conocer, a través de enlaces e informantes, que el tal Arancibia había sido el traidor. Así era. Logro comprobarse, luego de las investigaciones practicadas, que el susodicho era nada menos que un miembro a sueldo de la soplonería que, haciéndose pasar como aprista, consiguió infiltrarse en la organización clandestina. Era astuto.

Pocos días después del infame asesinato de Arévalo, apareció en el diario “El Comercio” una información oficial que indicaba que Salomón Arancibia había sido encontrado muerto en el bosque conocido con el nombre de “Mata Mula”, distrito de Jesús Maria, en Lima. Por supuesto el oficialismo culpó de la muerte a “un grupo de sectarios apristas”, señalándose los nombres de Ricardo Montoya Alvarado y otro conocido con el alias de “Arenales”, quien, según la misma información, fue identificado mas tarde como el Dr. Fernando León de Vivero, líder aprista, quien, como veremos mas adelante, tuvo después descollante actuación publica en el Perú. Tratando de impresionar, la información añadía que “Arenales” y Montoya sacaron con engaños a Arancibia de su casa para luego asesinarlo. La acusación de “asesino” contra León de Vivero provoco una carta de rectificación y protesta de su padre, la cual nunca fue publicada por El Comercio que, sin embargo, no cesaba de consignar en sus columnas que León de Vivero era un asesino. Por cierto, jamás presentó prueba alguna. Con el correr del tiempo, la Corte Suprema de Justicia emitió una ejecutoria que absolvió a León de Vivero de la temeraria inculpación.

Pero la historia de Arévalo no terminó cuando se le quito la vida. A la tenaz persecución a que estuvo sometido y que lo obligo a vivir y a actuar en las catacumbas, luchando por libertad y democracia para el Perú, no podía faltar el ludibrio. Luego de su brutal asesinato, El Comercio publica un nuevo “comunicado oficial” en que se da cuenta, de la manera cínica con que el gobierno acostumbraba a informar sobre el APRA y sus miembros, que Arévalo cuando era conducido por la policía a Lima, intentó fugar, en vista de lo cual se le aplicó la “ley de fuga”. Mayor injuria a un hombre mal herido y esposado de pies y manos, no podía haber. Mayor burla a la opinión publica, tampoco.

Pero, ¿qué suerte habían corrido, entre tanto, sus compañeros López Obando, Holguín y Cáceres Aguilar que fueron tomados presos cuando se descubrió la “baserefugio” de Arévalo?

Consumado que fue el crimen, los tres valientes que se encontraban detenidos en la Comisaría de Trujillo, fueron trasladados a la cárcel de la ciudad. Allí se les tuvo hasta el 14 de marzo, día en que, sin aviso alguno, se les llevó a la estación del ferrocarril, y se les introdujo en uno de los vagones, siendo trasladados luego a Salaverry. Sus familias, atentas a su situación, les dieron alcance en el puerto para entregarles algunas prendas de vestir. Pero los soplones no lo permitieron y, antes bien, sometieron a los familiares a vejámenes e insultos.

En Salaverry fueron embarcados en el buque Urubamba. Para entonces los detenidos sumaban 42. El Prefecto, sumiso y obsecuente a sus mandones, acataba las órdenes de Lima y aprovechó la circunstancia para deshacerse de todos cuantos, hasta ese momento, tenía en sus manos. A medida que los forzados viajeros se alejaban de la playa se despedían de sus seres queridos, agitando en sus manos izquierdas sus pañuelos blancos. En el puerto quedaban madres, esposas e hijos. Todos sumidos en llanto y dolor pues nadie acertaba a explicarse por que tanta saña con gente cuyo único delito era luchar por ver libres a su patria y a sus compatriotas.

En aquellos tiempos los viajes en barco eran muy lentos. La travesía, en consecuencia, demoro varios días. Cuando llegaron al Callao, un pelotón de aquellos guardias llamados “republicanos” los esperaba. Fueron desembarcados y trasladados en pequeños grupos de cuatro a una pequeña embarcación. En pocos minutos estuvieron en el lugar de su destino: El Frontón, la tétrica prisión de la tiranía . ¿Por cuánto tiempo? Solo Dios podía saberlo. La tiranía no respetaba procesos judiciales. Simplemente secuestraba. En El Frontón, como en las demás prisiones del Perú, los apristas soportaban con estoicismo su suerte. Sabían que era el precio que pagaban en su lucha por la libertad y la democracia. Cualquiera fuera la prisión donde estuvieran, lucían un cartel con el lema que Arévalo les había legado: FE, UNION, DISCIPLINA Y ACCION.

De: Tiempos deTiranía, Paginas de una historia inédita, Cesar García Agurto.

Extraído de: http://www.pueblocontinente.com/manuel_arevalo_biografia.pdf

Corrección y edición por Renzo Forero para Perú Libertario.

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